Cuando tenía 2 o 3 años de edad me
pusieron una cerilla encendida en los dedos: tú eres Maria Luisa, la del
espejo. Desde entonces sostener esa cerilla fue algo muy doloroso, pero no
sabía que el dolor se debía a ello.
En la adolescencia comencé a
preguntarme por qué tenía que cargar con un dolor profundo e incomprensible,
cuando muy íntimamente sabía (intuía) el derecho a la plenitud. Entonces, comenzó
una larga búsqueda en un proceso muy insatisfactorio de muchos esfuerzos.
Cuando a los 40 entendí
ciertas indicaciones que me sonaban ciertas, y que finalmente habían llegado a
mi, (o yo las había encontrado), simplemente comprendí que ya no había nada más
que hacer, sino tal vez, esperar. O sea, me entregué. Seguí mi vida, pero ya
con cierto alivio porque no había mucho más que “hacer” para sentir mi plenitud.
La cerilla de la identidad seguía siendo sostenida.
De pronto un día,
esta cerilla amaneció consumida, apagada. Así, por si misma y sin ningún
esfuerzo o voluntad por parte “mía”. Se había terminado la ignorancia (de lo
que Soy), por lo que la plenitud se mostró claramente, luminosamente, abierta,
espontánea, viva. Se reveló con el sabor
de la eternidad, y me mostró con gracia, casi chistosamente, que lo que había
buscado siempre había estado ahí: la realidad de ser.
Esto no parecía encuadrar
con nada de lo que había leído, escuchado o aprendido, porque en el proceso de
revisar las teorías, paralelamente había construido un ideal de ser, de
realidad, una expectativa de cómo debía ser la iluminación, la realización de
ser. Y ninguna expectativa, ninguna receta o mapa es jamás el territorio o el
sabor de una comida. Por eso a esto no le puse nombre.
El origen de todas
las ideas y de la identidad, siendo anterior a las palabras, no tiene nombre
que se le acomode satisfactoriamente. Sorprende, desde ahí, cómo el despliegue
de todo arma un mundo de hechos, percepciones de estos hechos, sensaciones
respecto a ellos e interpretaciones tanto de los hechos como de las
sensaciones. Presencio todo ello en silencio, desde ahí, desde lo que ilumina
todos esos contenidos conscientes.
La conciencia es donde se
sostienen los pensamientos, y estos no tienen existencia sino en ella. Verificar
que observamos los pensamientos hace que seamos conscientes de nuestra independencia
de ellos. En el sentido de que ellos aparecen o desaparecen, pero eso que los
presencia se mantiene. Lo que es consciente de los pensamientos es pura
conciencia, no es una entidad. Parece que fuera yo, la persona que es
consciente, pero esta apariencia, por muy fuerte que sea, es justo la ilusión,
el engaño, lo que confunde. El yo se ha construido por medio del primer
pensamiento: yo soy Maria Luisa, la del espejo… la imagen de si misma.
Pensar en mí es sostener la
imagen de mí. Es armar una ilusión, un espejismo proyectado de la presenciación
que sostiene la imagen. Es el primer sentido de separación, de ruptura… es lo
que produce que la centralización de la conciencia se congele y el dolor
existencial se presente, como una aparente ausencia de plenitud. Ir al origen
del pensamiento “yo” significa verificar que desde donde se observa este
pensamiento no es un lugar, no está ubicado, ni en el cuerpo, ni en el espacio,
y que cualquier nombre que se le de a ello que soy, viene a ser solo un
concepto también observado y sostenido. Ir al origen es ser lo que soy,
actualizarlo a cada instante, hasta que eso sea tan natural que se demuestre
que todo esfuerzo es justamente contradictorio. Porque esfuerzo implica lucha,
y esta implica separación entre yo y aquello con lo que lucho. Y toda
separación implica dualidad, contradictoria a la realidad no dual. No dual es
ser, ser conciencia en plenitud.
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