Amanezco temprano, me quiero poner a escribir.
Miles de pensamientos aparecen como diapositivas sobre la pantalla y hay una
inminente lucha entre lo que quiero y lo que pareciera querer dominar mi
atención por momentos. Sé de lo que quiero hablar pero aún no puedo armar en
palabras eso que tengo pendiente. Como si estuviera debajo de una piscina,
sumergida, sabiendo pero sin poder mencionarlo. En este caso ni siquiera puedo
enunciarlo mentalmente. La voluntad de escribir sigue ahí, y como en una
especie de acuerdo con todas las ideas latentes, comienza a expresarse como
mejor puede.
El tema que me empuja y apasiona ahora tiene que ver precisamente con la atracción
que producen los pensamientos, que se vuelven distractores porque insisten en
recordar lo que hay que hacer, lo que no he resuelto, tareas pendientes para el
día, la semana o el mes siguiente. Esta atracción es como un imán que me obliga
a ir detrás de lo que me he planteado como responsabilidades. Aunque tenga
tiempo disponible a esta temprana hora del día, las supuestas obligaciones,
hasta no estar segura de que están bajo control, no permiten adentrar en
asuntos más profundos.
La mente es una función que presenta
posibilidades de experiencia de manera infinita, pero también se convierte en
algo que pone límites y encajona. Sirve para proponer problemas y para
resolverlos. También sirve para traducir mis intuiciones y comprensiones. Esta
función de traducción tiene muchas mañas. Es como la costumbre antigua de
calentar motores. El motor de un auto de hace 30 años, quizás menos, para que
echara a andar había que calentarlo unos minutos antes del primer viaje del
día. Recuerdo cuando mi papá se tomaba un café de desayuno mientras dejaba su
auto encendido. Pasaron los años, y los nuevos modelos, con un diseño más
avanzado, ya no requerían precalentar el motor, y aún así, mi papá seguía
tomando su cafecito mientras el motor se calentaba. A este tipo de mañas me
refiero. Costumbres arraigadas difíciles de soltar. No es tan fácil desaprender,
como dicen, “loro viejo no aprende a hablar”.
Menciono esto para destacar cómo la mente
presenta sus opciones, unas en forma más elástica y otras de manera más
cristalizada. Comprender todo esto es importante para aprender a usar este
instrumento que es al mismo tiempo, como mucho se ha dicho, “nuestro mejor
amigo o nuestro peor enemigo”.
Sin embargo, la mente no es sino pensamientos.
Incluso la idea de que puedo manejarlos, superarlos, transformarlos,
mejorarlos, presentarlos de formas más brillantes, ordenarlos…. Incluso todo
eso…. Son también pensamientos.
La observación de los pensamientos es libertad,
que presenta orden y brillo por sí misma. Aclara y es comprensión pura,
inteligencia esencial. En esta observación se presentan los contenidos conscientes,
este darse cuenta que alumbra como la luz de una linterna a todas esas cosas
que se suelen guardar en un depósito, garage o bodega. Estas cosas almacenadas
equivalen a todas esas ideas que he considerado mías, con las que me
identifico, son los contenidos de la conciencia que se ha centralizado como yo.
Sin embargo hay dos maneras de observar estos contenidos. Una es focalizando
uno por uno los objetos, como quien pasea la linterna por cada uno de ellos. La
otra es similar a encender la luz de la bodega, donde todo queda expuesto en un
solo clic. Ambas formas son características de la mirada que está filtrada por
una centralización: Yo observo. Yo observo en forma seccionada y yo observo en
forma amplia. Más allá de esa observación, está la conciencia misma de esta
observación. Como si la observación que “yo hago” fuera testigo de todo lo
observado, pero la Conciencia que observa a este “yo” que hace, es el
supra-testigo. Puedo llamarlo la esencialidad pura de conciencia, lo que es
absoluto, permanente, no es afectado ni por la estrechez de miras ni por la
amplitud. Es la conciencia de saber y de no saber. Está siempre presente, aquí
y ahora. Cuando esto se reconoce como naturaleza esencial, lo más natural,
íntimo, real, entonces se hace fácil trascender (o sea, no importar) si hay
estrechez o amplitud, y cuando esto ya no importa, cuando hay rendición, es
equivalente a que el “yo” que se considera el hacedor y responsable de todo,
mengua, incluso desaparece por momentos (o quizás definitivamente). Y al
desaparecer este yo, los límites de la centralización se disuelven por sí
mismos y aparecen las verdaderas potencialidades, libres, bellas, creativas,
que son inherentes al ser.
Maria Luisa
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